LA NOCIÓN DE CIENCIA

Antonio Diéguez Lucena

Academia Malagueña de Ciencias

Sería solo una leve exageración afirmar que la tarea de definir la ciencia es casi tan difícil como la de hacerla. Si hace unos años me hubieran preguntado acerca del concepto de ciencia, me habría centrado en los aspectos epistemológicos, que son los que trataron de defender los criterios de demarcación, como la archiconocida falsabilidad de Popper. Habría sugerido algo cercano a la definición de las ciencias empíricas (excluyendo, por tanto, a las matemáticas, la lógica o la informática) que le doy a mis alumnos de Filosofía de la Ciencia al comienzo del curso académico, para a continuación explicarles –eso sí– que está plagada de excepciones.

Más o menos es la siguiente: La ciencia es el conocimiento estructurado sistemáticamente que permite, mediante el establecimiento de leyes universales, la explicación y la predicción de los fenómenos, y que ha sido obtenido a partir de un método crítico basado en la contrastación empírica. Este método garantiza la objetividad y la autocorrección, y en él descansa el amplio acuerdo que suele darse entre los científicos acerca de cuestiones fundamentales, posibilitando un rápido progreso en los conocimientos.

No estaría mal del todo como caracterización si no fuera porque leyes universales en sentido estricto solo las hay en la física y en la química (y aun esto es objeto de controversia); el Método Científico (con mayúsculas) como procedimiento estandarizado usado por igual en todas las ciencias no existe (lo que existe es una diversidad de métodos, que además cambian con el tiempo); y el acuerdo o el consenso no es la norma en las áreas punteras de investigación, en las que suele predominar el disenso. Por lo demás, esta definición se centra en lo que es la ciencia como cuerpo de conocimiento, pero no nos dice nada acerca de la ciencia como actividad, como institución social, como elemento de la cultura.

Hay quien se sorprende de que la mayoría de los actuales filósofos de la ciencia rechacen la idea de un Método Científico, entendido como un conjunto único de reglas comunes a todas las ciencias que no solo sirven para realizar descubrimientos, sino también para justificarlos una vez realizados. Sin embargo, la razón de este rechazo es simple: si atendemos a los métodos que emplean realmente los científicos en su investigación cotidiana, veremos una gran variedad de procedimientos en la que es difícil, por no decir imposible, entresacar un mínimo común múltiplo que quintaesencie esa supuesta estrategia de investigación compartida; pero si se hace, lo que sale, lo que se suele señalar como tal método, podría ser considerado también como el modo en que se procede a la hora de resolver problemas en muchos ámbitos no-científicos, como, por ejemplo, entre los fontaneros. Así lo explica Maarten Boudry: “Desde un punto de vista epistémico hay gran cantidad de cosas comunes entre lo que hace un biólogo en el laboratorio y lo que hace un fontanero cuando trata de localizar una filtración en las tuberías. El fontanero hace observaciones, pone a prueba diferentes hipótesis, realiza inferencias lógicas, etc. La principal diferencia es que trabaja sobre un problema relativamente mundano y aislado (mi fregadero), que es lo suficientemente simple como para que pueda confiar razonablemente en resolverlo, y lo suficientemente local como para no interesar a nadie más que a mí, por lo que no hace falta que asista a ningún congreso ni que envíe un artículo sobre mi cocina a una revista con revisión por pares.”  (Boudry 2017, p. 37).

En la ciencia se emplean inferencias inductivas, deductivas, abductivas, hipotético-deductivas, analógicas, etc., es decir, todas las que a lo largo de la historia se han considerado como modos de inferencia válidos; por mucho que en ocasiones se intentara reducir el método científico a una sola de ellas, como se hizo desde Bacon hasta los neopositivistas, con la inducción, o como hizo Popper con las inferencias hipotético-deductivas. Hoy está bien establecido que ninguna de ellas puede arrogarse el papel protagonista en exclusiva, y que, por supuesto, también se emplean fuera de la ciencia (Diéguez 2020).

Lo que suele presentarse hoy en los manuales de ciencia y en algunos artículos de divulgación como el método científico proviene de la reconstrucción filosófica hecha sobre la diversidad de procedimientos científicos realmente empleados, buscando una idealización de dichos procedimientos. Desafortunadamente, esa idealización luego ha sido hipostasiada y fijada como un hecho evidente, como una verdad obvia que surge del conocimiento de primera mano que los científicos tienen de su propio trabajo. De hecho, su desarrollo histórico puede rastrearse fácilmente en la literatura filosófica. Encontramos reflexiones al respecto en Aristóteles, Grosseteste, Bacon, Descartes, Galileo, Newton, Hume, Comte, Hershel, Mill, Whewell, Bernard, Duhem, Poincaré, Mach, Peirce, por citar algunos anteriores al siglo XX (los cuatro últimos mueren en la segunda década del XX). En la forma que suele dársele actualmente, como algoritmo para resolver problemas compuesto por diversos pasos sucesivos, empezando por la delimitación de un problema, la elaboración de hipótesis que puedan dar solución a dicho problema, la contrastación de las hipótesis a partir de las consecuencias que de ella se derivan, la eliminación de las hipótesis que fallen y la elaboración de otras nuevas que conduzcan a nuevos experimentos, etc., está formulado por primera vez en el capítulo 6 de la obra del filósofo John Dewey How we Think, publicada en 1910 (Rudolph 2005).

El principal problema del método científico así entendido no es que sea una idealización poco realista de la diversidad de métodos realmente empleados en las ciencias, lo cual podría tener una cierta utilidad pedagógica, sino que, como hemos dicho, no es exclusivo de la ciencia. Ni siquiera la capacidad de eliminación de errores mediante refutación empírica es exclusiva de la ciencia. Lo que hace que su aplicación en las diversas ciencias sea vista como diferente y distintiva es el mayor rigor con el que se aplica, sobre todo por la posibilidad de matematización de las hipótesis, que permite una contrastación experimental más fiable, aunque, curiosamente, esa matematización no suele ser incluida como un rasgo central del método (Blachowicz, 2009). Pero ni la experimentación ni la matematización pueden ser tomadas como características definitorias de la ciencia porque, si bien es cierto que son rasgos que suelen encontrarse en el modo en que han sido establecidas muchas teorías científicas, también están ausentes en otros muchos casos. No en todas las disciplinas científicas es posible la experimentación, o lo es solo de forma muy indirecta, ni en todas encontramos necesariamente una formulación matemática de las hipótesis; y eso no hace a estas disciplinas menos respetables como ciencias.

Obsérvese, por otra parte, que en la definición que he dado no aparece la idea de conocimiento cierto, demostrado desde principios seguros, empíricamente probado, establecido inductivamente con una alta probabilidad, ni ninguno de esos viejos ideales de cientificidad, ya abandonados, que todavía pueblan algunas mentes. Un conocimiento somero de historia de la ciencia basta para comprender que son falsos como caracterización general de la ciencia. La ciencia no consiste en la búsqueda de certidumbres. Algo que al parecer no entendieron algunas personas al comienzo de la pandemia de COVID-19, cuando le exigían a la ciencia lo que esta no puede dar: respuestas rápidas y absolutamente ciertas. La ciencia no debe ser vista como el remedio a nuestra inveterada intolerancia a la incertidumbre, aunque pueda proporcionarnos conocimientos fiables en muchas y diversas situaciones.

La sistematicidad, en cambio, ha tenido mejor suerte que estas viejas propuestas y ha sido convertida por un influyente filósofo de la ciencia actual, el alemán Paul Hoyningen-Huene (2015), en la característica que mejor definiría a la ciencia. Él destaca nueve dimensiones posibles en las que buscar esta sistematicidad: en las descripciones, las explicaciones, las predicciones, la defensa del conocimiento, el discurso crítico, la conexión epistémica, el ideal de completitud, la generación de conocimiento y la representación del conocimiento. No obstante, también a esto pueden señalarse algunas objeciones. Nadie puede negar que la ciencia es sistemática, pero ¿no es sistemática también la jurisprudencia o (al menos una parte de) la filosofía? ¿Es lo decisivo, entonces, el grado y amplitud de la sistematicidad? Quizás sea así. Quizás, por expresarlo con una reduplicación, cabe decir que la ciencia es sistemáticamente sistemática. En particular, nadie puede negar que es más sistemática en la puesta a prueba de sus teorías que ningún otro modo de comprender la realidad. Y, aunque esta capacidad para la contrastación empírica no sea la misma en todas las disciplinas –no es la misma en física que en economía, e incluso en física tenemos teorías incontrastables, al menos por el momento, como la teoría de cuerdas– el proyecto general de la ciencia es conducirla con sistematicidad hasta sus últimas consecuencias. Se ha argumentado, por ejemplo, que fue esa sistematicidad la que puso en el camino de la ciencia a la medicina clínica a lo largo del siglo XVIII, contribuyendo a eliminar los prejuicios y a darle fiabilidad a los conocimientos obtenidos (Bird 2019).

En todo caso, si, como estamos viendo, no hay ninguna definición de ciencia exenta de dificultades y si bien todos los criterios de demarcación entre ciencia y no-ciencia propuestos por los filósofos terminaron naufragando entre las críticas y los contraejemplos, eso no quiere decir que no podamos señalar algunas características que esperamos encontrar habitualmente en las ciencias y que las distinguen de las pseudociencias, aunque no estén en todas ellas ni pueden considerarse como propiedades necesarias y suficientes de la labor científica. Entre esas características yo destacaría las siguientes:

1. Las hipótesis han de estar formuladas en un lenguaje preciso (y a ser posible, en forma matemática). Los conceptos deben estar claramente definidos.

2. Las hipótesis han de ser contrastables empíricamente, es decir, deben darse indicaciones de cómo cualquier investigador puede comprobar su validez si así lo desea a partir de la experiencia. Para ello, es conveniente que puedan dar lugar a predicciones nuevas y arriesgadas.

3. Por esta razón, las explicaciones han de ser naturalistas, es decir, no pueden apelar a causas o procesos no naturales.

4. Las ideas científicas han de estar abiertas a la crítica racional y pública y no deben ser defendidas en contra de la evidencia más allá de un límite razonable. La revisión constante y la corrección de los errores deben ser siempre facilitadas y nunca impedidas o dificultadas.

5. Las teorías científicas deben cambiar como consecuencia del choque con la evidencia empírica o ante el surgimiento de teorías mejores. Deben hacer progresos.

6. Es deseable la interconectividad teórica. Las nuevas propuestas teóricas deben establecer conexiones con otras teorías de la misma disciplina o de otras distintas pero cercanas.

Ahora bien, para conseguir realizar aspiraciones, la ciencia necesita estar encarnada en instituciones en las que se salvaguarde y se tome en serio (no sea un mero rito sin consecuencias) la crítica constante y la revisión de todas las propuestas teóricas y explicativas. Según esto, lo que mejor caracterizaría a la ciencia no sería la posesión de un método que garantice la verdad, ni el encajar en algún criterio epistemológico de demarcación, como la falsabilidad, ni la mayor sistematicidad, sino, como ha subrayado el filósofo de la ciencia Chrysostomos Mantzavinos (2021), el haber sabido crear, en un proceso histórico contingente y sometido a influencias diversas, una estructura institucional que hace que la crítica racional y la corrección de errores sean un incentivo para todos. Podría decirse que esa estructura institucional fomenta y protege la aplicación de lo que Lee McIntyre ha llamado (2020) “la actitud científica” (y antes Robert Merton había llamado “el ethos de la ciencia”). Una actitud que podríamos cifrar en la disposición comunitaria, basada en la competición, pero también en la colaboración, a cambiar de ideas en función de la evidencia empírica, con independencia de cuáles sean las convicciones y orientaciones que se mantengan individualmente.

La ciencia ha surgido, pues, de una “institucionalización apropiada de la posibilidad de la crítica”. Los científicos han encontrado el modo de cambiar de opinión (cosa que resulta mucho más difícil de lo que se cree) basándose en buenas razones y en los datos obtenidos a través de la investigación rigurosa. Ganan prestigio e influencia realizando críticas a las propuestas de otros colegas que consigan la aceptación de los demás miembros de la comunidad, mientras que pierden prestigio e influencia no aceptando las críticas que reciben sus ideas o dificultándolas. Son diversas las instituciones que contribuyen a ello, por ejemplo, los congresos y las revistas con evaluación por pares, pero también los debates públicos, la organización en universidades, centros de investigación y departamentos, en los que la discusión con los estudiantes y los colegas es continua, el control de comités públicos o privados y de oficinas gubernamentales, el registro de patentes, etc.

Las pseudociencias carecen en general de esta estructura institucional dedicada a la autocorrección y la crítica racional, o quizás sea mejor decir que sus seguidores se niegan a aceptar esa estructura institucional. Y dentro de las ciencias, no todas han tenido el mismo éxito en su establecimiento. Las ciencias sociales no han conseguido hasta el momento de forma tan amplia y generalizada como las naturales la alta exigencia de seguimiento que las normas que esas instituciones reclaman. Ciertamente, esa estructura institucional es un resultado histórico afortunado, que necesitó de condiciones precedentes, y que podría no haber acontecido. Es un proceso en constante desarrollo, puesto que vamos mejorando nuestros métodos (no solo nuestras teorías), pero que puede tener altibajos, como la crisis de replicación que padecen algunas disciplinas actualmente, o la extensión del fraude científico azuzado por el “publica o perece”. Por eso es importante cuidar todo lo posible de su preservación y perfeccionamiento.

Referencias

BIRD, A. (2019), “Systematicity, Knowledge, and Bias. How Systematicity made Clinical Medicine a Science”, Synthese, 196, pp. 863-879.

BLACHOWICZ, J. (2009), “How Science Textbooks Treat Scientific Method: A Philosopher’s Perspective”, Brit. J. Phil. Sci., 60, pp. 303-344.

BOUDRY, M. (2017), “Plus Ultra: Why Science Does Not Have Limits”, en M. Boudry y M. Pigliucci (eds.) Science Unlimited? The Challenges of Scientism, Chicago: The University of Chicago Press, pp. 31-52.

DIÉGUEZ, A. (2020), “¿Existe ‘El Método Científico’?”, Tiempo y Clima, vol. 5, nº 170, pp. 10-11.

MANTZAVINOS, M. (2021), “Institutions and Scientific Progress”, Philosophy of Social Sciences, 5(3), pp. 243-265.

MCINTYRE, L. (2020), La actitud científica, Madrid: Cátedra.

HOYNINGEN-HUENE, P. (2015), Systematicity: The Nature of Science, Oxford University Press.

RUDOLPH, J. (2005), “Epistemology for the Masses: The Origins of “The Scientific Method” in American Schools”, History of Education Quarterly, 45(3), pp. 341- 376.

9 comentarios en “LA NOCIÓN DE CIENCIA

  1. Un muy buen artículo.
    Personalmente me gusta utilizar otros términos, como objetividad o evolución, relacionados con las ideas ahí expuestas. Pero no tengo nada que objetar

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  2. Magnífico artículo, profesor. Es necesario hacer esas reflexiones sobre la Ciencia para que muchas personas interesadas en el saber, puedan conocer con claridad su noción. Con gratitud.

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  3. Certera constatación: «la ciencia necesita estar encarnada en instituciones en las que se salvaguarde y se tome en serio (no sea un mero rito sin consecuencias)». La relativización de esta premisa en el ámbito de las «Ciencias Sociales» condicionan su proyección.

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  4. Una forma productiva de acercarse a una eventual definición de la ciencia consiste en dudar de su existencia. La duda —en los tiempos que corren—, además de productiva, es un ejercicio peligroso. ¿Quién se tomaría en serio a alguien que duda de la ciencia? ¿Es que no son reales los progresos en medicina, en física o en armas de destrucción masiva? ¿Es que no son reales las universidades, los laboratorios o los catedráticos de botánica?

    En el artículo se dice: «Lo que suele presentarse hoy en los manuales de ciencia y en algunos artículos de divulgación como el método científico proviene de la reconstrucción filosófica hecha sobre la diversidad de procedimientos científicos realmente empleados, buscando una idealización de dichos procedimientos».

    La ciencia como idealización frente a las ciencias como realidad. La diversidad de ciencias (la ciencia realmente existente) nos plantea un problema verdaderamente interesante; no el de la definición de la ciencia (en singular), sino el de la definición de las ciencias (en plural) y sus límites.

    Todavía se encuentran a día de hoy científicos que afirman que toda la realidad se puede explicar desde las matemáticas, desde la física o desde la psicología. Este delirio cientificista puede adoptar varias formas, desde el que piensa que todo lo explica la ciencia («su» ciencia, la del científico delirante en particular) o que ningún conocimiento tiene validez si no se ajusta al método científico.

    El problema de la ciencia y sus límites; o mejor dicho, de las ciencias y sus límites.

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  5. Gracias, Antonio. Me gusta tu planteamiento. Yo enfatizaría también la idea de que «no hay ciencia en solitario»: Los resultasdos de la investigación en un campo cientifico no pueden ser incomptibles con los aceptados en otros campos científicos.

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